No vamos a apuntarnos la iniciativa, ya que ésta corresponde a otros, pero sí que podemos afirmar con orgullo que desde la Alianza por la Unidad del Campo, que en Castilla y León mantenemos COAG y UPA, estamos contribuyendo muy sustancialmente a la gran repercusión pública del debate sobre la segunda acepción que el Diccionario de la Real Academia Española otorga a la palabra rural.
Es una obviedad que la imposición del lenguaje es uno de los principales mecanismos de colonización, ya se trate de pueblos o de mentes. Y el lenguaje viaja a través de las palabras. No es que las palabras sean inocentes o culpables; esas cualidades siempre están tras las intenciones de quien las utiliza. A través del significado que se da a unas u otras palabras se va consolidando la arquitectura del “orden establecido” y se establece la jerarquía de las ideas que se quieren imponer; así se coloca en niveles diferentes cuestiones que en esencia son iguales.
Basten como ejemplo de lo anterior las palabras “rural” y “urbano”. Según el diccionario de la R.A.E., en su segunda acepción ambas palabras significan “inculto, tosco, apegado a cosas lugareñas” y “cortés, atento y de buen modo”, respectivamente. Es evidente que se identifica a cada una de estas palabras con una cualidad negativa o positiva, aun cuando sólo son dos adjetivos que indican únicamente la cualidad de una ubicación, lugar de procedencia o destino.
Pero ya queda en el subconsciente colectivo el mensaje de que algunas aspiraciones solo son posibles en determinados ámbitos, y que del medio en el que residen la tosquedad y la incultura pocas cosas buenas se pueden obtener. A lo anterior podemos añadir el efecto de los discursos del desarrollismo de los años cincuenta y sesenta, que identificaron con tanta virulencia «sector primario» con «retraso y subdesarrollo» que todos sus planteamientos conducían a un mismo fin: reducir la ocupación en el sector primario. Y comenzó un proceso, aún no concluido, de reconversión económica y cultural, que está suponiendo una auténtica sangría para nuestros pueblos.
De igual modo, parece deducirse de estos significados que el medio rural necesita del tutelaje del medio urbano para organizarse y dirigirse a si mismo. De ahí que todas las políticas que se aplican en el campo están diseñadas y dirigidas desde la ciudad, y que incluso programas auténticamente novedosos como en su día fue la Iniciativa Leader se hayan visto finalmente condicionados por una significativa reducción del poder decisorio que tenían en su origen las organizaciones “rurales” asentadas en el territorio.
Vivir en los pueblos, y por lo que se refiere al acceso a servicios básicos como sanidad, educación o atención social, infraestructuras viarias y telecomunicaciones, o servicios de ocio y cultura, ya supone a día de hoy una clara discriminación respecto a los habitantes del medio urbano. Y no hace justicia a la importante contribución de los agricultores y ganaderos, principales activos aún hoy en muchos pueblos de España, y protagonistas directos en la producción de alimentos para toda la sociedad.
Sin agricultores y sin ganaderos, y sin otros profesionales rurales, los pueblos tendrían que “echar la llave y cerrar”. Y con ello se pondría punto y final a la garantía de una alimentación asequible y de calidad, a la preservación de los valores ambientales y culturales, a la tradición que ha configurado nuestras señas de identidad, y se imposibilitaría un desarrollo equilibrado del 90 % del territorio de nuestro estado.
Ya bien entrado el siglo XXI, lo rural no está reñido ni mucho menos con lo culto, lo profesional, lo delicado, lo arriesgado o lo respetuoso. Sin embargo, resulta muy ilustrativo que, con todo lo que tenemos avanzado en políticas de integración e igualdad, hoy sigan realizándose campañas “para la dignificación de la imagen del medio rural” o encuentros entre el “mundo rural” y el “mundo urbano”, visualizando que aún en muchas cuestiones vivimos de espaldas los unos de los otros. Esta fractura dificulta la cohesión y no ayuda a eliminar las diferencias entre ciudadanos en función de su lugar de residencia, algo totalmente inviable si queremos, de verdad, llegar a ser una sociedad justa, moderna y avanzada.
No, las palabras no son inocentes ni culpables, sino las intenciones de quien las utiliza. No existe, desde el punto de vista del lenguaje, justificación alguna para teñir de una connotación tan despectiva la palabra rural, por lo que no debería existir resistencia a actualizar sus acepciones en el diccionario. Otra cuestión es que siga interesando hacer valer la preponderancia de lo urbano.
A los que pudieran estar interesados en esto último, les avisamos de que nuestro orgullo por ser y sentirnos rurales no se lo va a poner fácil.
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