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Fuego contra el fuego

07/09/2011

La vida surgió en el agua, y allí permaneció durante miles de millones de años. Pero hace 400 millones de años tuvo lugar un acontecimiento trascendental en la historia de nuestro planeta: las plantas comenzaron a conquistar la tierra firme, y al salir del agua se encontraron con un ambiente rico en oxígeno y en el que las tormentas, los rayos y los volcanes eran frecuentes. Se juntaron así tres elementos (combustible, oxígeno, calor) que hasta aquel entonces habían permanecido separados, y de su unión surgió un fenómeno nuevo sobre nuestro planeta: el fuego.

Desde aquel instante, el fuego se convirtió en un factor ecológico de primera magnitud que ha condicionado la vegetación terrestre durante cientos de millones de años, y hoy en día no podemos imaginar nuestro planeta sin la influencia de este elemento: desde los bosques tropicales húmedos en que los incendios rara vez aparecen pero en los que, cuando lo hacen, se producen efectos catastróficos, hasta los bosques boreales del norte de Eurasia y Norteamérica donde los rayos provocan la destrucción anual de millones de hectáreas; desde los bosques de eucaliptos australianos que necesitan del fuego para regenerarse hasta los pinares mediterráneos cuya superficie se vería muy reducida si los incendios naturales no surgieran con una cierta periodicidad, como más adelante veremos. A consecuencia de ello, ecosistemas enteros, tales como las sabanas africanas, dependen del fuego para persistir: sin incendios, sus pastizales se verían sustituidos en gran medida por bosques y matorrales más o menos densos, y todos los animales que en ellas viven (cebras, jirafas, ñúes, antílopes, elefantes, leones) se verían dramáticamente afectados.

Ante esta situación, las plantas tuvieron que aprender a convivir con el fuego para sobrevivir. Los alcornoques o algunos pinos, por ejemplo, desarrollaron gruesas cortezas que les permiten sobrevivir al paso del incendio. Muchas frondosas y matorrales, e incluso algún otro pino como es el caso del pino canario, adquirieron la capacidad de rebrotar tras el paso del fuego. Otras plantas, como las gramíneas, protegieron sus tallos enterrándolos, de forma que aunque se quemen las hojas puedan rebrotar al año siguiente. El pino carrasco y el pino resinero aprendieron a guardar durante muchos años sus semillas dentro de piñas serótinas, que permanecen cerradas y sólo se abren con las altas temperaturas producidas en los incendios: de esta forma, al paso del fuego, la semilla cae a tierra y se encuentra con un suelo rico en cenizas, un ambiente muy luminoso y poca competencia, lo que favorece su germinación y crecimiento; si los incendios no aparecieran con una cierta frecuencia, por el contrario, a estos pinares les costaría regenerarse y a la larga se verían sustituidos por otros bosques. Las secuoyas aprovecharon su gran tamaño para sobrevivir a los incendios que se producen en su sotobosque de abetos, y así sacar ventaja de la desaparición de las plantas que crecen a su sombra para regenerarse. Y se podrían poner otros muchos ejemplos.

A lo largo de la historia de la Tierra, pues, la vegetación alcanzó un cierto equilibrio, siempre dinámico y cambiante, con los incendios naturales, y así se mantuvo durante millones de años.

Y, entonces, llegó el hombre, que hace unos cientos de miles de años conquistó el fuego.

Con el dominio del fuego, el ser humano pudo desarrollar nuevas habilidades: aprendió a cocinar, a alumbrarse, a luchar contra el frío, a asustar a los animales para dirigirlos a sus trampas. Más tarde, gracias al fuego fue capaz de quemar el terreno para dejar sitio a sus cultivos o encontrar pastizales para su ganado, de inventar la cerámica, de trabajar los metales. El fuego se convirtió en un elemento imprescindible de la vida y de la cultura humana. No es casualidad que al lugar donde vivía y se sentía seguro lo llamara “hogar”.
Pero con el dominio del fuego, el hombre no solo transformó su vida y se transformó a sí mismo, sino que fue capaz de transformar la Tierra. Así, esas comunidades vegetales que durante millones de años habían evolucionado con el fuego, que habían “aprendido” a convivir con él, se vieron nuevamente amenazadas al aumentar la frecuencia de los incendios por causas humanas. Muchos de esos ecosistemas desaparecieron o se vieron muy reducidos, como por ejemplo los pinares que hace mil años cubrían gran parte de las cumbres de Gredos o de otras cordilleras españolas, y que fueron dejando paso a pastizales o a matorrales. El paisaje de gran parte del mundo se vio transformado de una manera similar, y millones de hectáreas de bosques desaparecieron, y aún siguen desapareciendo en la actualidad, sobre todo en zonas tropicales, devoradas por incendios recurrentes.
En España, sin embargo, en la década de 1960 se produjo un cambio importante de tendencia. A partir de ese momento, el abandono de usos tradicionales como la recogida de leña, la disminución de la presión ganadera, el éxodo rural o el envejecimiento de la población, entre otros factores, provocaron una cada vez mayor acumulación del combustible que antaño, en la economía agraria tradicional, se retiraba del monte o se quemaba.

Roto el equilibrio existente entre la producción de los montes y el consumo que el hombre realizaba en ellos en forma de leñas, a través del ganado o, simplemente, de quemas, las comunidades vegetales comenzaron a evolucionar de acuerdo con el principio ecológico de la progresión, volviéndose cada vez más complejas: los pastizales se vieron sustituidos por matorrales, y estos por bosques cada vez más densos y evolucionados. Sin embargo, en muchas zonas (por ejemplo, en el valle del Tiétar) no cesó el uso tradicional del fuego por una parte de la población, lo que, unido al aumento del combustible en el monte apenas mencionado, provocó que los incendios, hasta aquel momento relativamente limitados en el tiempo y en el espacio, fueran cada vez más frecuentes, más extensos y de mayor intensidad. Además, el incremento de los usos terciarios en el monte, y en particular de las urbanizaciones, supuso una dificultad añadida a las labores de extinción.
El problema de los incendios forestales, tal y como lo entendemos hoy en día, había nacido.

¿Cómo pues, en este contexto de abandono rural y de incremento de los usos terciarios en montes donde cada vez se acumula más combustible, podemos resolver el problema de los incendios forestales, cómo podemos derrotar al fuego? Porque, pese a la indudable mejora en nuestra capacidad para luchar contra el fuego, los grandes incendios son cada vez más frecuentes y peligrosos.

Lo cierto es que no hay forma de derrotar al fuego. De hecho, en cierto sentido la segunda pregunta está mal planteada, ya que en el fondo no se trata de derrotar al fuego, si por ello entendemos eliminar por completo este elemento de nuestros montes. Tal fin resulta por completo utópico: es imposible evitar que, en un clima mediterráneo como el nuestro, se queme durante el verano, por causas naturales o antrópicas, una parte, mayor o menor, de la vegetación. Los incendios existían mucho antes que el hombre, y seguirán existiendo cuando este desaparezca.

Pero, además, eliminar por completo el fuego de nuestros montes sería no sólo utópico sino muy negativo desde el punto de vista ecológico pues, como veíamos, hay multitud de especies y comunidades vegetales adaptadas a él, y que incluso requieren de él para su supervivencia. No podemos erradicar el fuego de nuestros montes: lo que debemos lograr es convertirlo en nuestro aliado.

Esto no significa, evidentemente, que todos los incendios sean buenos desde el punto de vista ecológico, ni que debamos permitir que campen libremente: la mayoría de ellos, y más cuanto más grandes, son terriblemente negativos debido a la pérdida de vegetación y fauna, al incremento de la erosión, a la destrucción de productos, edificios e infraestructuras, y, sobre todo, debido a la muerte, en ocasiones, de seres humanos. Pero sí es cierto que hay pequeños fuegos que son positivos, ya que eliminan un combustible que de otra forma seguiría acumulándose a la espera de consumirse en un gran incendio, y al mismo tiempo favorecen la regeneración y el rejuvenecimiento del ecosistema. Estos son los fuegos que debemos convertir en nuestros aliados: debemos ser capaces de quemar de una forma segura y en un momento seguro lo que, de otro modo, se quemará en unas circunstancias mucho peores y con unos efectos mucho más negativos. Para derrotar al fuego debemos usar el fuego, para evitar los grandes incendios debemos quemar controladamente a pequeña escala. Ese es el fundamento de las quemas prescritas que cada vez usan más los servicios forestales en nuestros montes.

Todos los medios de prevención y extinción que pongamos serán siempre necesarios para luchar contra los incendios. Pero en última instancia debemos ser realistas, y asumir que nunca seremos capaces de acabar con ellos. El fuego estará siempre ahí, incomodándonos. Y aunque no levantemos la condena que pesa sobre los incendios, hemos de aprender a valorar que, en medio de las cenizas, no todos son tan negativos como podríamos creer. Al fin y al cabo, según relata Virgilio, el incendio de Troya hizo posible el nacimiento de Roma.

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